Como si las niñas esquivaran a la llamada de la madre. A la pata coja, rompiendo -como era el domingo- el equilibrio que suponía la semana.
Y que variara el tiempo: no sé por qué, pero la rayuela siempre me ha parecido el perfecto juego vespertino del otoño; aquel de tierra y barro, cielo gris y una piedra huérfana, desgastada...
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